Conectar

Publicado: 8 enero 2019 en Lo que pienso
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Hoy es un día especial para mí y mientras miro la serie de Marie Kondo asisto a una revelación: la fuente de mi angustia es mi incapacidad de conectar con las personas. Hace 28 años años que lo intento y tengo la certeza que sólo puedo conectar con las necesidades de otres. No puedo conectarme con las personas. Ni siquiera con la más importante de mi vida: mi hija Eloisa.

Hace 28 años que busco eso: conectarme. Y ahora entiendo el por qué de esa angustia aplastante que me rodea el cuello y no me deja respirar a veces.

Amé a cada uno de mis compañeros: los amé tanto pero nunca conecté con ellos de la manera en que veo que otros sí conectan con sus parejas; y mucho menos en la forma que me sería necesario. No hubo acuerdo. Ni compañía. Ni cercanía. Ni humor. Siempre me sentí como hablando desde la distancia prudente a la que invitan los vidrios, en un monólogo largo, sin público.

Ni siquiera puedo conectar con mi familia de origen últimamente: hecho que me demanda un importante gasto emocional a diario.

Amé y amo a cada uno de mis amigues, de todos los años y recientes. Pero la verdad es que la conexión sólo se da a nivel de comprender y responder a sus necesidades e ideas.

Amo y amaré por siempre a mi hija, pero no conecto con ella como ella sí lo hace con su padre, a quien siente en sus entrañas como instintivamente necesario.

Soy buena para conectar con las necesidades de mis seres querides. Supe entender a cada une de les que pasaron por mi vida. Miré con alegría y tristeza cada una de las vivencias que compartieron conmigo. Pero la conexión no fue con elles: con esa cosa misteriosa que Heidegger llama el dasein, si es que tal cosa existiera como materialidad o idea de la esencia humana.

La pregunta por el ser y su tiempo ni siquiera es una sensación para mí, y mi discapacidad, esa incompletitud sospechada en todas mis relaciones es la certeza de esa angustia que apretó mi cuello. Hoy, en el año de mis 40, parece que va a aflojando sus garras al identificar que la conexión con les otres humanes es imposible.

Y sé que es una gilada o un pretensión de epifanía un 8 de enero pasada la madrugada, pero no me canso de pensar en el alivio que me otorga tal revelación, casi estúpida para el resto de los mortales, pero tan sustancial para mí misma, quizá por eso la escribo, la pongo en palabras para no olvidarla.

Me gusta decir de mí que nací sin esa parte del ADN gregario que nos lleva a creer vehemente en tal o cual ideal, sea político o imaginado. De ahora en más declaro mi discapacidad de conectar emocionalmente con les seres humanes.

Conecto con ideas. Soy buena en el trabajo. Conecto con mis cosas: hay objetos que me acompañan hace más de 30 años: soy experta en mantenerlos intactos. Conecto con las ideas de cualquiera que caiga en mis manos: me descubro en sus palabras. Conecto con las necesidades materiales de quienes me rodean. Conecto con la responsabilidad y el compromiso. Soy experta en hacer de cada alquiler un hogar. En desprenderme de algunos objetos cuando sea necesario. En atender al tiempo y a la puntualidad, mi virtud y mi amo. Conecto con algunas canciones: tanto que puedo pasar años escuchando el mismo tema, all repeat one por la eternidad. Conecto con el orden: con cierta disposición del espacio y sus elementos que me permite disfrutar de un paisaje que sólo existe para mí.

Las demás conexiones son falta y resto. Una angustia imperante pero al que final tomó su nombre: imposibilidad de entrar en comunión con el otro.

Ese también es uno de los sentidos de la palabra comunicación, «posibilidad de poner en común con el otro». Esa experiencia no me sido dada, quizá por eso también la comunicación fue mi elección laboral.

«Conectar imposible. La comunicación ha fallado» dicen algunos sistemas como el mío. Sin embargo, acá me ven en otra de las conexiones posibles de mi alma: seguir cabalgando el teclado, porque parece que sólo de eso se trata.

“Techaga’u es la palabra”, dice Mario mientras sorbe con fuerza el tereré que acaba de servirse y en la mirada se le cruza esa añoranza nostálgica que describe la palabra guaraní. Cuando nos demos cuenta se cumplirá una década de que emprendimos un exilio elegido a Asunción y lo único que no cambió en nuestros hábitos desde la vuelta es la tradición de tomar un tereré. Es más: el brebaje de agua fría, yuyo y yerba es el hilo finísimo que sostiene el recuerdo de esos años mozos por la capital de la República del Paraguay.

“Es verdad que el tereré también se toma acá desde hace mucho, pero no tiene la impronta del tereré paraguayo y la mística de las yuyeras y su magia”, sentencia Mario Anic, un hijo de croata nacido en el Chaco argentino y amigo personal con el que migramos en 2004 al Paraguay. Y es verdad: la ciudad de siete colinas guarda para quien la habite los secretos de la Plaza Uruguaya, donde a la sombra de una fuente con la estatua de José Gervasio Artigas, las yuyeras alquilaban un equipo de tereré para pasar el mal trago del calor húmedo a solo 5 pesos. Recuerdo que uno podía sentarse en alguno de los bancos de esa plaza que describió Roa Bastos en Hijo de hombre y detener su vida por lo que dure esa jarra de plástico con pohâ ro’ÿsã (remedio refrescante) y de dudosa salubridad, pero alta refrescancia.

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Muchas cosas están ocurriendo en mis días, pero este especialmente viene siendo un año difícil para encontrar la disciplina y la constancia, en casi todos los aspectos de mi vida. Al principio decidí preocuparme por este espíritu disperso que me habita, hoy a julio ya me resigné a que será así e iré haciendo lo que pueda, cuando tenga tiempo y ganas.

En este modo me asaltaron unas ganas tremendas de hacer pan casero: probé muchas recetas en estos años, algunas al dedillo y otras improvisadas, con los más diversos resultados. El azar me regaló un pan que sigue fresco dos días después; no estaba nada ácido y tenía una textura crujiente por fuera y suave miga por dentro. Para saber el secreto vas a tener que meterte en esta receta de pan casero a mi manera.

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Viste cuando una canción se queda en tu cabeza y pasan los días y vos estás repeat one all day long? Bueno, así me pasó con este hermoso descubrimiento: la versión de Willie Nelson de Crazy.

Según Google, esta canción apareció en el disco Patsy Cline Showcase de 1961 y fue premiado con el primer salón de la fama de los Grammy. La versión de Patsy es divina, al viejo estilo con esos coros maravillosos en segundo plano, pero Willie, oh Willie Nelson! Se lleva mi total atención con esa cadencia tan exquisita de su voz que hace tremendamente trágica y profunda la sentencia de la canción «loco, por pensar que mi amor podía sostenerte».

No sé quién es el autor de la letra, tampoco está explícito, pero es una hermosa canción de amor que habla de la locura que es el amor y de la pretensión a la que nos conduce: pensar que podemos curar al otro, sostenerlo, ser el soporte. Como dice Alejandro Dolina en Lo que me costó el amor de Laura: «mi mentira de amor vale más que ese horror que ustedes llaman verdad» y debe ser que por esto seguimos, descabellados, intentando hacer del amor esta muleta.

Para este fin de semana largo, les recomiendo hacerse un minutito para bailar con esa persona especial, a media luz y en la cocina,  alguno de los inmensos temas de este disco: Summertime: Willie Nelson sings Gershwin.

 

Estoy leyendo Cuadernos de crianza, un diario de un papá enamorado que cuenta las vicisitudes de estos mostros que llamamos hijos. Se lo regalé a Aldo para que viva su paternidad de otra forma y terminé  aplicando las fórmulas que propone el papá de Gretel (y me refiero a él así porque desde que uno tiene un hijo, el nombre desparece y nos convertimos «en la mamá de» o «el padre de tal»).

Ayer en la sala de espera del médico leí sobre el Efecto Beatles y decidí ponerlo en práctica a la noche. Mi mostra ya tiene un año, pero hace unos meses viene complicada  para relajarse y conciliar el sueño, sea de siesta o de noche. De más está decirles que esto sólo lo hace conmigo (muy especialmente) y a veces con el padre.

Hay dos cosas que uno pierde en la maternidad/paternidad: la objetividad y la capacidad de decirse verdades a uno mismo. Para mí va la segunda en relación al sueño de Eloisa: me cansé de andar por el mundo comentando lo bien que dormía mi hija y lo nada que me costó ser madre, en términos de sueño. Mentira!, o al menos ahora que es más grande esto es mentira porque Eloisa no duerme tan de corrido como me gustaría y pone a prueba mi umbral de paciencia, específicamente a la noche cuando tengo todo el peso del día.

Ni hablemos del momento mismo de dormir: su cuerpo establece una batalla campal con mis brazos y se retuerce como loco en camisa de fuerza. Claro que todo esto lo hace ya casi dormida porque uno la mira a la cara y tiene los ojitos cerrados, parece casi un ángel: un ángel endemoniado que se resiste a pasar al mundo de Morfeo. Luego de 30 minutos o una hora de brazos, canciones susurradas, música para relajar bebés, paseos, hamaqueo y acostarse frente con frente en la cama, Eloisa decide finalmente dormir y su cuerpecito se vuelve una bolsa de papa.

Anoche, por obra y gracia del Efecto Beatles, después de escuchar sin ninguna sensibilidad Across the universe, Eloisa sucumbió en 20 minutos a la melodía de While my guitar gently weeps, casualmente uno de mis favoritos:

Veremos si la magia se repite: en cuestión de hijos, nada es fija.

Pizza sin gluten

Esto de ser mamá se lleva todo tu tiempo y energía, más aún cuando una combina trabajo y maternidad. El tiempo privativo de una es un ideal que a veces se concreta cada 15 días o en esas horas libres del día que te deja el bebé, pero que rápidamente se las lleva el cansancio y el sueño.

Soy de las madres que que todavía se siente entre la espada y pared todavía por la falta de tiempo: por momentos lamentándome de no poder hacer tal o cual cosa; luego calmándome al verla a Eloisa sonreír o sorprenderse por cualquier nimiedad. La vida es bella me digo; y entre pañales, algún que otro llanto y juguetes, lo único que hago con el poco tiempo que tengo es pensar qué cocinarle para que coma bien y agarre el gusto por la comida y la cocina. A mi me gusta la pizza, es más el mundo sin pizza sería un error, así que ayer ensayé una pizza libre de gluten, hecha con almidón de mandioca, que es lo que tenía en casa.

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Habían pasado seis meses: media vida, se dijo Mercedes y sonrió con esa sonrisa que sonreía hace 15 meses. Mercedes pensaba que ella podría haber hecho a Eloisa, pero lo cierto es que ella, Eloisa, la había hecho mamá: le había enseñado a mirar el mundo de nuevo, con todo el tiempo por delante.

Cuando todavía tenía esa panza, Mercedes pensaba que todo cambiaría, pero nunca sospechó cuánto y cómo: hoy, media vida después de por medio, Mercedes podía decirse feliz de ser mamá: ella que se había entrenado toda a vida para no depender de nadie, ni nadie de ella.

Mercedes sostenía que debían ser pocas las mujeres madres innatas: ser mamá es un ejercicio, el más arduo y lleno de alegría, miedos, incertidumbre, y alegría de nuevo. Y admitirlo era parte de ese ejercicio, así como decirlo, porque en verdad lo que le jodía como mujer, y ahora como madre, era la naturalización del rol; y la naturalización de todo en la vida.

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Todo era amor. Amor creciendo. Vómito de amor. Amor mareado. Amor desequilibrado. Descerebrado amor. Amor redondo y estriado. Amor hinchado de pies a cabeza. Amor recostado, de izquierda mejor.

Y cuando pensaste que ya no podías soportar más amor, llegó el amor del bueno. Amor en el llanto. Amor en los dedos largos y finos que se prendían de tu dedo como si de ello dependiera el mundo, la sucesión de los días. Amor en los ojos hinchados que apenas se abrieron a la vida para ver la vida misma por primera vez. Amor en la succión: amor y dolor. Amor de mierda, literal amor a la mierda. Amor odioso a los cólicos y sus efectos. Amor, amor, amor: miradas de amor al dormir; miradas de amor para tetear, miradas de amor porque sí: para conocer más el amor.

Donde mirabas había amor y nunca lo habías visto: los ojos de ver se llenan de telarañas de odio en el vivir y olvidan el amor. El amor de los ojos de tu vieja. El amor del abrazo necesario entre hermanos cuando las papas queman. El amor de los amigos, ese que está ahí siempre. Amor en el viento que te golpea la cara cuando andas en bici. Amor al olor de los libros, sí nuevos mejor. Amor al olor a tierra mojada o tostadas en la mañana. El amor entrañable de las mañanas de otoño en estas latitudes calientes. Amor a la nariz estampada contra las sábanas después de una noche de sexo. Amor al estirar la mano y adivinar con las yemas la humanidad de tu compañero. El amor excitante de las ciudades desconocidas. Amor vértigo de la hamaca y los viajes. El amor a la tarea cumplida. El amor que late en el silencio.

Lo importante es que el amor vuelve para devolverme los amores olvidados: está ahí, va creciendo, metiéndose el mundo por la boca, chupando, durmiendo, berrincheando y sonriendo. En la medialuna que le dibuja la alegría en la cara tu corazón estalla de amor y todo tiene sentido.

eco latidos

No sé cuántas veces había estado en la misma y única situación en la que un hombre te dice “sacate la ropa interior y abrí las piernas” con la misma delicadeza que se pide un paquete de cigarrillos en un kiosco.


Mientras me bajaba el calzón, que se enredaba en mis pies porque todavía no me había descalzado, alcancé a ver a Aldo, ahí sentado en la silla al pie de la camilla. Pensé en los tipos, en este momento extraño, que acompañan a su mina al control ginecológico y tienen que sufrir la pequeña vergüenza pública de verla desnudarse, sin ninguna resistencia, frente a otro. Me lo imaginé diciéndole a su cerebro que ponga cara de nada, todo normal, todo cool, es sólo el médico. O no: nunca iba a entender a los tipos, ni siquiera me entendía a mí.

Concha al viento, me subí a la camilla y trabé las piernas en los estribos. Frente a mí, arriba, tenía una pantalla en blanco y negro que iba a mostrarme la imagen que había venido a buscar. Ya recostada me dije qué boluda, había olvidado mis lentes. Miré a mi derecha y el médico colocaba un preservativo en una suerte de tubo y lo simpatizaba con un gel lubricante.

La inserción no fue ninguna novedad y casi que ni lo sentí, para mi vergüenza.

Lo importante sucedía en esa pantalla borrosa pero yo no alcanzaba a ver con claridad. Recién entendí cuando el latido inundó la sala y era un pum pum pum intenso dentro y fuera de mí. La vida tenía ya otro sentido. Mis ojos se llenaron de lágrimas. Sentí los dedos de Aldo tocando mi pie, mientras me sonreía. Me quedé congelada. La mirada fija en la pantalla y el corazón en mis oídos, tratando de imaginar el rostro de esos latidos.

 

*Micro crónica para el Festival de Crónicas Nómades del Centro Cultural Alternativo, ilustración del artista Luciano Acosta, mayo 2015.

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En momentos como éstos, cuando quiero escribir algo sobre la muerte de Nisman y que ese mismo texto me sirva para ganar un concurso, me acuerdo de la reflexión de un gran amigo: «Mucho de lo que escribo no me representa, ¿así qué para qué voy a firmarlo?». Y sí me digo para mis adentros: no hay más que resignarse a tan tremebunda iluminación.

Algunos hablan del «bloqueo de escritor», otros del «síndrome de la página en blanco», pero a los 35 años debería reconocer que no sufro de ninguna de las dos, que mi diagnóstico se acaba en la simple y llana sentencia de «usté no sirve pa’ esto m’hija». Mi constante es la página en blanco, la haraganería: el estado normal de mi cerebro es el bloqueo, pero el general, no sólo el de escritor. Aún así tengo la nueva fortuna de vivir de la palabra y no vivo mal, y cada tanto eso que escribo le sirve a alguien para llegar al cine a tiempo o escuchar buena música, que no es poca cosa.

En esta revelación de la página en blanco me encontré cuando juntaba data para el texto del concurso La historia la ganan los que escriben, porque claro que iba a copiar la estructura de los textos que escribía el Gordo Soriano sobre la figura de su padre, tan contradictoria y clara a la vez, como los tiempos políticos que nos tocan vivir. Y me zambullí de lleno en las líneas de Osvaldo, en esa forma que tiene de decirte la verdad más profunda con la claridad de una cachetada en la mitad de la jeta, pero con la suavidad del cariño, y así fue como me comí el sopapo de que el cielo de la escritura no me pertenece.

Aun así no me desanimé y el tiempo de escritura se fue con la lectura de Soriano: hay giros maravillosos, sentencias estupendas e imágenes poderosas en su literatura. Quién mejor que el Gordo para decirte que la memoria colectiva es una «cosa íntima e intransferible» o que estamos así porque «en los años vergonzosos se impusieron los valores del éxito a cualquier costa por sobre la idea de la felicidad compartida».

Miré mi página en blanco del concurso como exorcizándola a que se escriba sola algo memorable y no pasó nada: decidí ir a cocinar esos fideos con camarones que esperaban en la heladera. Mi destino es la página en blanco, agradezco vivir del ejercicio de la palabra y que las palabras de Soriano estén estampadas en mi espalda.