
Foto: CasandraCactus
A veces me atraviesa una tristeza, que se queda ahí: clavada en el pecho y es un miedo gigante que sostiene la nada.
Se queda un rato atravesada en mi garganta, como un nudo, apretando. Entonces hago lo de siempre: la escribo y me callo. Y poco a poco la tristeza va cediendo, va tomando nombres, rostros, recuerdos. Y ya no es esa mano apretada que está a punto de asfixiarme, sino una preocupación concreta, mundana.
Parece que poco a poco me la voy tragando al ritmo de mis palabras y es entonces cuando cede la tensión.
Ahora, prontito, casi es el miedo pequeño al retorno, el miedo inmenso a que no quieras a tu lado. Es la nostalgia de mis muertos. O la nostalgia futura de los que quedan en esta margen del río.
Es la cara de la Elsa cuando vuelve del trabajo. Es Debora enojada, no entendiendo casi nada de esto que es su vida. Es tu silencio. O Patricia gritándome su odio. Es la vez que entré al sanatorio a verlo. O esa mañana fría en la que guardé para siempre a la Osa, debajo de la palmera.
Es la pausa en algún relato de Lucas. O la vez que me subí al micro, camino a Asunción para siempre. Es el abrazo resignado en la puerta de mi casa un 24 de diciembre de 2004. Es el llanto contenido de mi abuela , preguntándome por qué me fui tan lejos.
Así, poco a poco, la tristeza va cediendo. Me deja y se deja acostarse en la cama. La va ganando el sueño.
Espero que mañana no me quiete el aliento.
*Texto escrito hace 5 años, primeras pisadas en Asunción, primeras distancias de la Resistencia.