Mercedes en la ducha pensó que tenía que dejar de pensarse esas pavadas que pensaba en la ducha: a nadie le importa eso que sucede dentro de uno, que torpemente llamamos angustia o alegría. «La procesión va por dentro», le había dicho la Elsa, que era más sana que nadie y de la vida sabía mucho. Sin embargo, Mercedes se dijo japirona la mundo ahora que en Paraguay cada día era una atrocidad distinta: iba a dejar correr la bronca y esa nostalgia de tereré con koku que le invadía el día.
Y Mercedes se entregó al llanto desesperado de la angustia de lo que fue y ya no ha sido. Se dejó habitar por la memoria de la otra orilla y se fue con cada lágrima por los raudales de Asunción. Y otra vez fue la casa empinada de República de Colombia y Parapiti; los últimos tiempos de un gobierno colorado que agonizaba y sobre todo fue la juventud; los años en dónde todo estaba por descubrirse y la vida vibraba acelerada bajos sus pies en esa ciudad nueva.
Mercedes se imaginó sentada en El Rubio y a Oscar sirviendo ese endemoniado y frío ñoño de Colón. Y se vio amada por ese amor disimulado que los perro ensayan porque no es políticamente correcto hablar de esas mariconerías. Se entregó al vacío inmenso que esos años; esos amores; esos odios; ese país y esas calles abrían en la mitad de su pecho a pesar de tanto tiempo felizmente vivido.
Trató de recordar el olor de Asunción, específicamente, el del Mercado 4 y descubrió que ya ni estaba en su nariz. Mercedes ensayó los detalles de cada rostro: las mejillas rechonchas de Bazzano al sonreír; la mirada distante y el todo de Viveros; el gesto de reproche de Hellboy; la cara de pícaro de Guararaso; los ojos inmensos del prologuista; la ceja interrogante del Edu; y ese timbre inconfundible de Elbolazo diciendo monikrei y sus brazos que te envolvían como un yeti.
Mercedes volvió a esta orilla con el cosquilleo en el estómago que produce el 30 Azul bajando, de Oliva a Perú.
Mercedes en la ducha pensó una vez más en cuánto de todo lo lejano y ajeno seguía latiendo en su costado izquierdo y qué oximorón más estúpido era que el techagau lata tan fuerte ahí adentro, ahora que por fin era feliz.